domingo, 18 de mayo de 2025

Entre el Nilo y las estrellas: la cosmovisión de la mitología egipcia. Ensayo #5

Entre el Nilo y las estrellas: la cosmovisión de la mitología egipcia


La mitología egipcia —forjada a lo largo de más de tres mil años— es un tapiz en el que se entrelazan geografía, política y espiritualidad. Su coherencia no proviene de un canon fijo, sino de la capacidad del Egipto faraónico para absorber tradiciones locales y rearticularlas en un relato común. Desde los dioses creadores de Heliópolis hasta los misterios de Osiris en Abidos, el panteón egipcio expresa la obsesión por el orden cósmico (maat) frente al caos primordial (isfet), ofreciendo una visión integradora donde naturaleza y sociedad reflejan la misma armonía sagrada.


El mito de la creación ilustra esta lógica. Al comienzo solo existía el océano informe del Nun. Del abismo emergió una colina primigenia —eco del limo que el Nilo deja tras la inundación— sobre la que el dios Atum se autocreó. Mediante un acto de voluntad, Atum engendró a Shu (aire) y Tefnut (humedad), quienes a su vez dieron vida a Geb (tierra) y Nut (cielo). De esta pareja nació la primera familia divina: Osiris, Isis, Seth y Neftis. Cada generación duplica el impulso de la diferenciación: aire y humedad separan cielo y tierra, y con ello posibilitan la vida. El cosmogonista egipcio, observador de la crecida anual del río, proyecta su experiencia agrícola en el orden universal: del caos acuático surge la fertilidad.


Sin embargo, la creación es frágil. El asesinato de Osiris a manos de su hermano Seth introduce el conflicto. Osiris, rey benevolente, muere, pero Isis reúne y resucita su cuerpo lo suficiente para concebir a Horus. Este hijo reclama el trono frente a Seth, y su larga contienda termina con el juicio de los dioses en Heliópolis, donde Horus resulta vencedor. Este ciclo —muerte, duelo, regeneración— fundamenta el ritual de coronación: cada faraón es “Horus viviente” y, al morir, se une a Osiris en la Duat, el más allá. Así, la legitimidad política se inscribe en una narrativa mítica de restauración perpetua; gobernar es mantener la maat tal como Horus restableció el orden tras el desmembramiento.


El viaje solar refuerza esta dialéctica. Ra atraviesa el cielo diurno en su barca diurna, brindando luz y calor. Al atardecer ingresa en la Duat, donde, acompañado por deidades protectoras, combate a la serpiente Apofis, encarnación del caos. Al amanecer renace como Khepri, el escarabajo empujando el disco solar. El esquema diario de nacimiento, muerte y resurrección consolida la esperanza de vida eterna para los humanos: si el sol renace, también puede renacer el difunto debidamente preparado. De ahí la meticulosa práctica de la momificación y la colocación de textos funerarios —Papiro de Ani, Textos de las Pirámides— que instruyen al muerto sobre los peligros nocturnos.


A diferencia de los panteones grecorromanos, los dioses egipcios se muestran menos interesados en pasiones humanas que en funciones cosmológicas. Anubis no es justiciero sentimental, sino guardián de necrópolis y supervisor de la balanza donde el corazón se pesa contra la pluma de la maat. Thot, ibis escriba, regula el calendario y preserva la palabra mágica que sostiene el universo. Esta especialización refleja una sociedad jerarquizada: como los artesanos de Deir el-Medina o los escribas de Tebas, cada deidad desempeña un oficio indispensable para el equilibrio total.


No obstante, el sistema es flexible. Dioses locales pueden ascender al rango nacional —Amón en Tebas— o fusionarse en sincretismos como Amón-Ra. La teología se adapta a la coyuntura política: cuando Mentuhotep II reunifica Egipto, enfatiza a Montu, dios guerrero; en tiempos de estabilidad, Isis y Hathor, símbolos de cuidado y música, ganan protagonismo. Incluso la herejía de Amarna, con Akhenatón adorando al disco solar Atón, revela la plasticidad mitológica: un faraón puede intentar reescribir el marco divino, aunque tras su muerte la ortodoxia restaurará el pluralismo teísta.


La ética egipcia se condensa en el concepto de maat, no solo como verdad, sino como respiración del cosmos. Practicar la justicia, donar a los pobres, no contaminar el río: todo gesto cotidiano participa del tejido universal. En el juicio de Osiris, el difunto declara “no he robado, no he mentido, no he matado” ante 42 deidades, mostrando que la moral no es mero imperativo humano: es requisito ontológico para integrarse de nuevo en el orden solar.


El legado de esta mitología perdura. Su iconografía —esculturas colosales, jeroglíficos, pirámides— inspira desde la alquimia medieval hasta el arte moderno. Más aún, la intuición de que todo ciclo natural refleja un drama sagrado continúa resonando en ecologías contemporáneas que conciben el planeta como organismo interdependiente. Así, entre los meandros del Nilo y la bóveda estrellada, Egipto legó una lección: mantener el equilibrio del mundo es tarea de dioses y mortales por igual; descuidar la maat es dejar que las aguas oscuras del Nun reclamen lo que una vez emergió a la luz.




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