domingo, 18 de mayo de 2025

Ecos de tinta y memoria: un ensayo sobre El Cementerio de los Libros Olvidados de Carlos Ruiz Zafón. Ensayo #3

 Ecos de tinta y memoria: un ensayo sobre El Cementerio de los Libros Olvidados de Carlos Ruiz Zafón.


La tetralogía conformada por La sombra del viento (2001), El juego del ángel (2008), El prisionero del cielo (2011) y El laberinto de los espíritus (2016) erige un universo literario donde los libros son al mismo tiempo objeto, protagonista y metáfora. Carlos Ruiz Zafón sitúa su saga en una Barcelona crepuscular —entre la posguerra y el tardo-franquismo— y la recorre con una brújula narrativa cuyo norte es el Cementerio de los Libros Olvidados, biblioteca laberíntica a la que solo unos pocos elegidos acceden para “adoptar” un volumen y protegerlo de la desmemoria. Este dispositivo ficcional articula los grandes temas de la saga: el poder redentor —y destructivo— de la palabra escrita, la memoria histórica y la identidad construida a partir de relatos.


Uno de los ejes que sostiene la serie es la dialéctica entre luz y sombra. Barcelona, ciudad mediterránea por excelencia, aparece envuelta en nieblas góticas y callejones umbríos donde el pasado acecha. Sin embargo, la luminosidad irrumpe en forma de amistad, amor y, sobre todo, lectura. Daniel Sempere —quien descubre La sombra del viento en la novela inaugural— experimenta cómo un libro puede iluminar la existencia y, simultáneamente, proyectar nuevas sombras mediante sus misterios. Zafón subvierte así la idea romántica de la literatura como salvación pura: los libros potencialmente redimen, pero también enloquecen, obsesionan y devoran, como prueba la tragedia de David Martín en El juego del ángel. La lectura, sugiere la saga, es una expedición que exige coraje, pues cada página puede ser espejo o abismo.


La estructura narrativa refuerza ese juego de claroscuros mediante historias dentro de historias. Los cuatro títulos se leen como piezas de una sinfonía: cada uno ofrece motivos que reaparecen transformados más adelante, revelando conexiones insospechadas. Esta técnica de muñecas rusas refleja la convicción de que la realidad es un palimpsesto de relatos superpuestos; comprender el presente implica desenterrar capas de memoria soterrada. En la Barcelona de Zafón, las familias —Sempere, Aldaya, Fortuny— arrastran secretos que solo el cruce de voces consigue exhumar. El lector, convertido en detective literario, descifra la trama mientras cuestiona la autoridad de cada narrador. La incertidumbre final —¿cuánto de lo contado es “verdad”?— recuerda que todo texto es, en última instancia, un cementerio de interpretaciones olvidadas.


Desde la perspectiva temática, la saga oscila entre el romanticismo literario y la novela de aprendizaje, pero subyace un firme alegato contra el totalitarismo. La censura franquista, la represión policial y la corrupción institucional amenazan la libertad de expresión en múltiples pasajes. En respuesta, los personajes construyen microutopías: la librería Sempere e Hijos, el propio Cementerio, los círculos de escritores clandestinos. La lectura se convierte en resistencia ética; alberga voces que los regímenes aspiran a silenciar. Zafón, sin caer en el panfleto, sugiere que la supervivencia de la cultura es inseparable de la defensa de la dignidad humana.


Otro rasgo esencial es la intertextualidad. La trilogía victoriana —Dickens, Collins, Stevenson—, el folletín decimonónico y el cine negro norteamericano se hibridan con el realismo mágico hispanoamericano. Este collage estilístico permite que la saga navegue entre géneros: thriller, gótico, romántico, costumbrista. Tal fluidez refleja la concepción zafoniana del arte como órgano vivo que se transforma mediante las lecturas cruzadas del tiempo. El Cementerio de los Libros Olvidados no almacena volúmenes muertos; alberga presencias latentes que dialogan, se reescriben y nos reescriben.


La serie aborda, además, la paternidad —biológica y literaria— como modo de trascendencia. Los lazos entre Daniel y su padre, entre David Martín y la pequeña Alicia, o entre Fermín Romero de Torres y el propio Daniel, configuran una red afectiva que contrapone la orfandad existencial de personajes como Julián Carax o Alicia Gris. Adoptar un libro, sugiere Zafón, es también ser adoptado por él: cada lector engendra la obra al interpretarla, y la obra engendra al lector al dotarlo de un nuevo sentido de sí mismo.


Finalmente, el cierre de la tetralogía con El laberinto de los espíritus ofrece una meditación metaliteraria: contar historias quizá no cambie el destino del mundo, pero sí otorga a la experiencia humana una resonancia que vence al olvido. El Cementerio perdura como símbolo de la memoria colectiva, custodiado por quienes creen que cada voz merece una segunda oportunidad. En un tiempo de sobreproducción textual y amnesia digital, la saga de Zafón nos interpela: ¿Qué libros olvidamos hoy y qué futuro forja esa desmemoria?


Así, El Cementerio de los Libros Olvidados celebra el acto de leer como aventura moral y política, advirtiéndonos a la vez de sus riesgos. Entre nieblas góticas y pasajes luminosos, Zafón nos entrega un recordatorio perdurable: somos las historias que preservamos y los silencios que consentimos.




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